No recuerdo el primer día que lo vi, pero se hizo habitual cruzarme por la calle con un señor de edad, con cara de buena persona y gafas de gruesos cristales. Caminaba dando pasos muy rápidos y muy cortos, apoyándose en un bastón. Coincidía con él cuando se dirigía al centro y, a veces, cuando regresaba a casa.Pasó el tiempo y no iba solo. Le acompañaba su esposa, quien le ayudaba a caminar. Supongo que el bastón no era suficiente.
Con Ana inventamos nuestra historia. Este señor debía ir al Casino por las mañanas para leer la prensa y conversar con sus amigos. Cuando ya no pudo ir solo, le acompañaba su mujer, quien luego le daba el brazo para volver a casa. La imaginación lo puede todo. Tiempo después, tras una temporada sin verlo, su presencia se hizo habitual en una manzana cercana a mi casa. Ahora paseaba por el barrio, ayudándose de un andador. El artilugio mecánico estaba equipado con una silla y, así, sentado, descansaba en una esquina donde daba el sol.
Miraba en silencio hacia lo lejano -puede que hacia lo pasado- o hablaba con los vecinos a los que saludaba sonriente. Hacía mucho que no lo veía y esta semana, en una calle peatonal cercana, vi de lejos a un señor sentado en un andador. Me acerqué por curiosidad para ver si era al que llevaba viendo tanto tiempo. Era otra persona. El señor que veía andando con pasos cortos y rápidos ya no pasea con el andador por el barrio. Me temo lo peor.