
Bergosa es un despoblado del municipio de Jaca que merece una visita. El paisaje que se disfruta desde su caserío justifica la subida. El paseo comienza en el puente viejo de Torrijos, a la salida de Jaca en dirección a Castiello. Estamos en la N-330. Esta obra, del siglo XIX, salva el cauce del río Aragón. En el pretil del puente se lee «1876».
Dejamos el coche y comenzamos a buscar las señales. Pasamos sobre el canal que lleva agua a Jaca y sobre la vía del ferrocarril a Canfranc en los primeros compases del recorrido. Luego subimos.

El sendero va ganando altura y las vistas del entorno entretienen al paseante. Pinos, quejigos, boj… pasamos por algún tramo empedrado del viejo camino que de Bergosa bajaba al valle y, en media hora más o menos, divisamos ya, a lo lejos, los primeros muros de nuestro destino de hoy.
Esta localidad, como otras del espacio pirenaico, ha sido marco para acciones de recuperación tras décadas de olvido. Las vemos nada más llegar. El fraginal es una de ellas. Más arriba hay otras obras realizadas.

Pequeñas ventanas se asoman al camino de acceso, con sus muros laterales para delimitar el espacio. Una última cuesta y hemos llegado. Una bandera de España nos recibirá en la cercana era. Abajo queda Castiello de Jaca.
Una vez aquí, podemos comenzar el paseo por lo que queda de Bergosa o acercarnos a la fuente. Está muy cerca. Fuente, lavadero y abrevadero, los tres elementos que dan forma a este conjunto hidráulico, básico en la vida de las gentes de un pueblo antaño. Unos carteles, con textos de María Victoria Trigo Bello, informan al visitante. Al fondo, Collarada

Está la fuente para beber los vecinos, el abrevadero para el ganado y el lavadero donde poner en condiciones la ropa. O lugar para una charradeta, una mirada que busca respuesta o un requiebro si la cosa pasa de capítulo. Podemos dejar volar la imaginación, mientras tomamos un bocadillo. Luego seguimos el paseo.
En una casa, todas tienen su nombre, llamará la atención la puerta. En otra, querremos ver ese balcón que aumentó la habitabilidad de una habitación, al tener más sol y ventilación. Si te asomas por otro rincón verás el horno. Subimos y bajamos, entre piedras que han caído de los muros a la calle. En algún momento, el paseante más prudente dará media vuelta. Por si acaso.

Ampliaciones para ganar alguna habitación o un almacén en la falsa. Huellas de una vida de varias centurias, muchas veces evaporadas en un momento en que primó lo intenso frente a lo extenso. Había que producir mucho donde fuera más rentable. Y allá abajo, donde la tierra es más llana, hubo que buscar una nueva vida. Ahora diríamos que se buscaba una nueva normalidad. No nos vayamos todavía de Bergosa.
La iglesia parroquial, de dedicada a San Saturnino, es un edificio románico, con reformas posteriores, que a duras penas mantiene cubierto su ábside, tras caer al suelo la cubierta de su nave. Unos cipreses hacen guardia permanente junto a sus muros. Cruces y figuras religiosas sobre su altar permiten comprobar que Bergosa no es un lugar abandonado.

Restos de pintura en los muros, hubo coro… y hay baldosa hidráulica al pie del altar. Algunas familias financiarían las capillas que rompieron los muros primitivos y ampliaron el espacio del templo. Un muro guarda cegada na ventana de la primitiva construcción. Volvemos a la calle.
Fuera, grabado en el muro, una última sorpresa: «Plaza de la Constitución». El sillar casi queda pequeño para albergar este largo nombre. En Bergosa, en un momento determinado, una comunidad decidió recordar un texto constitucional dedicándole un espacio público. Ahora miraríamos a ver de qué año era para restaurar la leyenda o borrarla.
Volvemos. El bosque, las vías y el canal marcan las etapas. En el puente de Torrijos, mientras unos franceses buscan cómo bajar al Aragón para refrescarse (estamos en julio) acaba el paseo. Bergosa durará más tiempo en la memoria. Y su plaza, también.
